Por Rhoda Henelde Abecasís Parece increíble que hayan pasado cincuenta años desde que se reunificó la ciudad de Jerusalén y que se continúe hablando hoy, sin embargo, de dividirla de nuevo entre árabes y judíos. Y parece olvidarse que ya estuvo dividida durante diecinueve años en tiempos no tan lejanos, desde 1948 a 1967. Todavía cualquier adulto puede recordar muy bien la dura realidad de la ciudad dividida de Berlín, y con qué alegría se celebró su reunificación. Bastante menos, sin embargo, se conoce cómo transcurría la vida en la mitad israelí de Jerusalén. Tal vez pueda interesar mi testimonio de cómo se vivió ese período de división, puesto que residí en dicha mitad de la ciudad durante los siete años finales, entre 1960 y 1968. Mi primer año en Jerusalén Llegué a Israel en abril de 1960, desde Philadelphia, Pa., Estados Unidos, con una beca para estudiar en la Universidad Hebrea de Jerusalén. No hacía mucho tiempo que me había graduado en el Instituto (high school), y pasé a trabajar en un bufete de abogados, como secretaria, el tiempo suficiente para permitirme ahorrar lo necesario y comprar un pasaje de barco para Israel. Pasé medio año en el ulpán (academia) de un Kibbutz en el Monte Carmel perfeccionando mi hebreo, y en octubre del mismo año pasé a vivir en Jerusalén. Fue el único año académico en que pude permitirme estudiar sin trabajar a sueldo y durante el mismo tuve el doloroso privilegio de poder presenciar un acontecimiento de repercusión mundial. Fue el juicio del nazi Adolf Eichmann. Pese a que el tema me devolvió a mi infancia que intentaba olvidar, asistí a dos sesiones, aunque para ello me vi obligada a hacer cola desde las cinco de la madrugada. Las entradas al público general eran limitadas, dado que la sala del auditorio Beit Ha’Am (La casa del pueblo) estaba atestado de periodistas internacionales (la del Tribunal resultó ser demasiado pequeña para acogerlos). Durante aquellas sesiones soporté como pude el dolor que me produjeron los estremecedores testimonios de los supervivientes. Su descripción de los tormentos y del indescriptible horror que vivieron me hizo conocer lo que habían pasado todos los miembros de mi familia, tanto materna como paterna, que no vivieron para contarlo. El hecho de que fuera precisamente Jerusalén donde tuvo lugar el juicio, constituyó todo un símbolo, uno más, del vínculo entre el pueblo judío con la ciudad. La vida cotidiana en la ciudad dividida Es la vida cotidiana en esa urbe dividida, sin embargo, la que quisiera describir. Naturalmente, como ciudad pequeña que era, su centro urbano moderno, compuesto por el triangulo formado por las tres calles principales, siempre estaban llenas de comercios, viviendas y transeúntes. Y Como era de suponer, también se trataba de un país pobre, pues sólo contaba con doce años de existencia. Detalles como los viejos autobuses destartalados, y hasta la falta de fruta o sencillamente de servilletas de papel decentes en sus escasas cafeterías lo denotaban. Y lógicamente, aquella media ciudad, tanto por sus limitaciones geográficas como por su especial circunstancia, tampoco contaba con zonas industriales. Dado que desde la guerra de 1948 el acceso al hospital Hadassah (fundado en 1939) así como a la Universidad Hebrea de Jerusalén (fundada en 1925), ambas en el Monte Scopus, aunque en manos de Israel, había quedado bloqueado por los jordanos, en el lado oeste de la ciudad se construyó un nuevo hospital Hadassah así como la Biblioteca Nacional junto a una nueva Universidad Hebrea, la de Guivat Ram, en donde me matriculé al comienzo del curso 1960-1961. En realidad, Jerusalén sólo podía desarrollarse hacia al oeste, pues en el resto de su perímetro estaba rodeada por territorio enemigo. Con todo, en nuestro lado la vida transcurría con casi total normalidad. La gente acudía a sus puestos de trabajo y los estudiantes asistíamos a clases y a exámenes en la nueva universidad de Guivat Ram. También disfrutábamos de sesiones de cine y asistíamos a los conciertos de la Orquesta Filarmónica de Jerusalén en el auditorio de YMCA (Young Men’s Christian Association), y a numerosos actos culturales propios de cualquier capital. Al mismo tiempo, éramos más que conscientes que había ciertas zonas en la ciudad a los cuales uno no debía acercarse. Muchos barrios, incluyendo el propio centro, estaban atravesados por una frontera, consistente en una valla de púas en ciertas zonas o un muro de hormigón en otras. Además, ni siquiera era posible acercarse a esta frontera, pues grandes áreas colindantes (que incluían ciertos edificios) eran consideradas “tierra de nadie” y estaban infestadas de campos de minas en plena zona urbana. El único acceso entre las dos partes de la ciudad era el “Mandelbaum Gate”, portal por el cual se permitía pasar a miembros del cuerpo diplomático y representantes de las diferentes iglesias. También se permitía la entrada a la zona israelí a turistas no judíos provenientes de Jordania. La rutina diaria no ocultaba que vivíamos en una ciudad cruzada por una cicatriz de guerra que no paraba de sangrar. Sí, se derramaba sangre. En un barrio algo periférico como Talpiot se infiltraban terroristas (los llamados fedayín) y llevaban a cabo su trabajo asesino. En la universidad se comentaba, no sin preocupación, que en ese barrio vivían el destacado profesor de mística Gershom Scholem y el escritor posteriormente premiado con el Nobel de literatura, Shmuel Yosef Agnon, y que no prescindían de su paseo juntos, ni de sentarse en una cafetería al aire libre de ese expuesto barrio de abundante arbolado. Uno de mis mejores recuerdos de aquellos tiempos es el barrio céntrico construido en 1860 por el banquero y filántropo británico-sefaradí Sir Moses Montefiore. Nos explicaron que había sido el primer barrio residencial construido por judíos fuera de la Ciudad Vieja. Consistía en unas filas de hermosas casitas de piedra de una planta, dominadas por un molino. El problema era que estaban ubicadas en una ladera, frente a la ciudad vieja amurallada y separada de ella por el Valle de