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Aylan y Kihan, por Jorge Rozemblum

Aunque la guerra en Siria ha producido en estos cuatro años cientos de miles de muertos, millones de heridos y desplazados, y un enorme dolor y terror en la zona, Europa parece haber descubierto la tragedia sólo ahora, con las terribles imágenes del cuerpo inánime de Aylan, un niño kurdo de tres años de edad, acunado por el mar en la orilla turca de la que zarpó con su familia. Si hubieran logrado llegar a la orilla de una cercana isla, estarían recorriendo (como otros decenas de miles) la ruta del éxodo hasta nuestra Tierra Prometida, pasando por otras tantas estaciones del crimen organizado, esquivando que el destino volviera a enseñarse y los asfixiase en un camión sin ventilación abandonado en alguna carretera del Paraíso. Pero entonces no tendríamos la iluminación suficiente ni el vaivén de las olas playeras para dar cuenta mediática del mismo grado de horror, como tampoco tuvimos la oportunidad de conocer el nombre y la historia de los otros miles de niños de su misma edad que fueron despedazados por las bombas de barril del ejército sirio, o en el fuego cruzado entre kurdos y miembros del Daesh. Ni tampoco nos escandalizan tanto aquellos que han sobrevivido para ver a sus padres llorar de desesperación en las estaciones de tren húngaras y proteger con sus cuerpos empujados y zarandeados una bolsa de aire libre en un vagón que no partirá a destino. Entre ellos habló Kihan, que a sus 13 años, supo explicar lo que los políticos y analistas no pueden o quieren ver: «si paran la guerra, no querremos venir a Europa». Porque sí, hay que encontrar una salida urgente a los que huyen del conflicto y prefieren arriesgarse a perderlo todo (incluida la vida) en el intento, a ser “acogidos” en algún país musulmán (incluida la europea Turquía). Pero si no se pone en marcha inmediatamente una gran fuerza militar internacional para intervenir y controlar la sangría en su origen, las consecuencias serán seguramente cada vez peores y tendremos que acostumbrarnos a vivir con la muerte llamando (literalmente) a nuestras puertas. Este conflicto comenzó como una llama más de las Primaveras Árabes que encendieron el Oriente Próximo cuando quien se dedicaba a apagar los fuegos fue condecorado como líder de la paz tras dejar claro que no intervendría militarmente en ningún caso, como quedó patente cuando se confirmó la utilización de armas químicas contra civiles. Pero aunque el Egeo todavía quede lejos del Río Grande, su resaca de muerte la acercará, como nos ha impactado y desnudado a los europeos frente a nuestra propia miseria. No podemos limitarnos a combatir los síntomas, el horror que nos impacte cuando los medios de comunicación así lo estimen: hay que actuar sobre la fuente de la enfermedad. Aunque para ellos tengamos que asumir nuestra propia cuota de sacrificio: en vidas, en recursos y en mentalizarnos que estamos en guerra, aunque hasta ahora hayamos centrado toda nuestra atención en nuestro propio ombligo. Jorge Rozemblum es director de Radio Sefarad

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Uno de los nuestros, por Jorge Rozemblum

En febrero de 1983, algunos meses después del inicio de la (Primera) Guerra del Líbano, en una manifestación del grupo Shalom Ajshav (Paz Ahora) se produjo el primer muerto por crimen ideológico en la historia de Israel, cuando Emil Grunzweig sucumbió a las heridas de una granada que arrojó un activista de extrema derecha. Por cierto, entre los heridos se encontraba el actual Ministro de Infraestructuras Yuval Steinitz. La sociedad israelí quedó conmocionada y perpleja ante la existencia de judíos capaces de matar a otros judíos por sus ideas políticas. Se detuvo y encarceló al autor material, en la calle desde 2011. Poco más de una década más tarde, en noviembre de 1995, otro asesinato, esta vez un magnicidio que acabó con la vida del primer ministro Itzhak Rabin, volvió a dejar estupefacta a la gente y fue el punto de partida del final del proceso de paz, que trastabilló hasta la debacle de la Segunda Intifada en el 2000. Nuevamente, el autor del disparo fue detenido y encarcelado. El tabú del asesinato político se había roto definitivamente. El año pasado nos sorprendimos con el secuestro, tortura y asesinato de un joven palestino a manos de jóvenes judíos, que lo quemaron vivo con una crueldad que creíamos imposible de existir entre los nuestros. Pero sí eran “de los nuestros”, como aparentemente lo son los autores de la última barbarie contra la casa de una familia palestina con la consecuencia de la muerte de un niño de apenas año y medio. Si sumamos al suceso el ataque (cuchillo en mano) contra los asistentes a la Marcha del Orgullo Gay de Jerusalén (del que hablamos justamente la semana pasada), el desconcierto es ahora total. Tampoco tranquiliza ver las caras desafiantes de los acusados de incendiar una iglesia o la sonrisa del primero de los detenidos administrativamente por pretender implantar en Israel la ley halájica por medios bastante similares a los que quieren imponer la sharía en la zona. Hay quienes han reaccionado excluyendo a los autores (materiales e intelectuales) de los atentados de la grey judía, pero esa no es una prerrogativa de cualquiera, sólo de los tribunales rabínicos, que ni siquiera han considerado esta posibilidad, ni la de retirar la hasmajá (la autorización para ejercer la labor rabínica) a los ideólogos que envenenan las mentes tiernas de unos jóvenes que desprecian a los líderes religiosos establecidos por considerarlos parte de un sistema capaz de dialogar y transigir en temas como el derecho divino a la tierra, basado en las Sagradas Escrituras, de forma análoga a los que citan suras coránicas para explicar y justificar los mayores horrores y la brutalidad asesina. A la muerte del niño palestino algunos han contrapuesto la larga lista de niños judíos asesinados por el terrorismo palestino. Pero hay una sutil diferencia que se agiganta según la autoestima colectiva que se tenga: este ha sido por culpa de uno de los nuestros. Y dado que el mandato halájico más esencial exige que cada uno de los judíos seamos garante del otro (arevím ze lezé), todos debemos sentimos culpables y avergonzados de no haberlo evitado, de no haber extirpado el Mal (con mayúsculas, ya que se ampara en las ideas más que en los instintos) de nuestra propia carne. No son locos sueltos, ni han dejado de ser judíos: son parte de nosotros y tenemos un problema que ya es hora que empecemos a tratar con la atención y relevancia crítica que se merece. Jorge Rozemblum es director de Radio Sefarad

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En el 21 aniversario del atentado de la AMIA

La Federación de Comunidades Judías de España expresa su solidaridad para con la comunidad judía argentina, al conmemorarse el sábado 18 de julio,  21 años del brutal atentado en la sede de la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina) en el que murieron 85 personas. Pasada casi una generación la masacre sigue impune. Como noticias de última hora conocemos el fallo por el que se impide salir de Argentina al expresidente Menem y al juez Galeano en vísperas del juicio en el que están acusados de cometer irregularidades durante la investigación del atentado.  Por su parte la actual presidenta del país sudamericano defendió el controvertido memorando de cooperación judicial para el esclarecimiento del atentado que firmó con la República Islámica de Irán en 2013, que por ahora no ha dado ningún fruto. El acto central de memoria de las víctimas se desarrolla el viernes 17 de julio  a las puertas de la AMIA bajo el lema “Víctimas del terrorismo. Víctimas de la impunidad” y cuenta con la participación de los representantes de la comunidad judía, víctimas del atentado y sociedad civil. Ver vídeo de performance la «Antimarcha» de Mooki Tenembaum en que 85 jóvenes marchan hacia atrás desde el Palacio de Justicia hasta la sede de la AMIA para simbolizar el retroceso de la justicia en todos estos años.

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Sobre la identidad judía

Isaac Querub, presidente de la Federación de Comunidades Judía de España ofreció la conferencia ¿Qué es ser judío? el 9 de julio en el marco del Curso de verano de la Complutense “Diálogo e identidades a través del cine” organizado por la Red de Casas del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación. En su intervención afirmó que la identidad judía «es más una cuestión práctica que teórica». «Muchas veces ni nosotros mismos sabemos qué es ser judío», ha señalado para indicar la complejidad de este concepto. Leer más en El Economista: Judíos en España creen que la identidad judía «es más una cuestión práctica que teórica» 

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Mench: la medida de la justicia, por Jorge Rozemblum

Esta semana moría a muy avanzada edad Sir Nicholas Winton, organizador del rescate urgente de niños judíos en la Praga ocupada por los nazis, justo antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. A diferencia de otros casos, Winton guardó silencio sobre sus actos hasta que, 50 años más tarde, su mujer descubrió accidentalmente un maletín de viejas fotografías de los 669 que llegó a transportar al Reino Unido. No era un diplomático ni alguien vinculado al poder, sólo lo que en ídish llamamos un mench, palabra que literalmente significa “hombre” o “persona”, pero que solemos usar los judíos que hablamos otros idiomas para referirnos a un ser cabal, justo, honrado, honesto. La cualidad del mench va más allá de simplemente ser “buena gente”. Dice el diccionario que el adjetivo “cabal” proviene de “cabo”, es decir, alguien que es íntegro “de cabo a rabo” (por utilizar una expresión castiza, aunque poco afortunada para referirse a los judíos, a los que la tradición y los mitos hispanos describen físicamente como seres con cuernos y rabo). Sin embargo, hay una dimensión de lo cabal que coincide con la del (o de la, género aparte para estas distinciones) mench: su finitud. Es cabal y mench aquel que aprovecha TODA la medida de su existencia, de punta a punta, de comienzo a fin, como si esta no fuese un continuo infinito ideal en el que vive el alma, sino una oportunidad única y limitada para labrarse su propio destino. Una medida finita para hacer el bien, o por el contrario para dejarse arrastrar por los miedos, las pasiones, los falsos intereses, las poses. Llevo décadas derribando uno a uno los héroes de mi infancia, adolescencia y madurez, y es muy gratificante descubrir el secreto de la vida en alguien que superó el siglo de estar entre nosotros, que supo para qué usar el regalo de la conciencia. Alguien que valió más por lo que calló que por lo que dijo, por lo que hizo que por lo que pensó que habría que hacer. Que no se preguntó ante la inminencia de la desgracia que se mascaba en la Praga de 1939 ¿pero qué puedo hacer yo?,  sino ¿qué puedo hacer yo? Una diferencia de planteamiento que mide exactamente (justamente, cabalmente, como un mench) hasta dónde llegan sus actos. En su caso, 669 niños (para el Talmúd de sus abuelos, 669 mundos), un bosque entero del que han brotado miles de nuevas medidas finitas y limitadas que saben de cuna hasta dónde pueden llegar: no es el infinito, pero es mucho más lejos que lo que nuestros ojos nos muestran. Más allá de la imaginación, hasta el extremo de nuestra condición humana. Jorge Rozemblum es director de Radio Sefarad

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La Marcha del Orgullo Judío, por Jorge Rozemblum

Hace pocas semanas se celebró en Tel-Aviv, Israel, una nueva Marcha del Orgullo Gay, que convocó en esta ocasión a casi 180 mil personas. La popularidad y veteranía de esta fiesta contradice la imagen falsa y estereotipada del estado judío como una teocracia. Si bien hay sectores minoritarios ultra-ortodoxos (como en las otras religiones) que no admiten excepciones a las parejas heterosexuales, Israel en su enorme mayoría es un oasis de libertad, también de opciones sexuales, en su entorno. Y es bueno que quien disfruta de ese respeto demuestre su orgullo de ser quien es en público. Hay muchos padres y madres que, al conocer de sus hijos estas inclinaciones, sufren no ya por no admitir su opción, sino pensando en el desprecio de su condición en la mirada del otro. En el caso de las parejas judías, la diferencia ni siquiera es una opción como la sexualidad, ya que sea cual sea nuestra postura respecto al judaísmo, nuestros hijos seguirán siendo diferentes a los ojos de los demás. Lo sabemos de la historia lejana y de la próxima, de los conversos españoles y la “limpieza de sangre” exigida e investigada por la Inquisición, de los asimilados capaces de enmascarar sus apellidos y estirpe, y de aquellos que renunciaron a cualquier herencia y cultura propia y que fueron segregados y perseguidos por las leyes raciales o en tiempos turbulentos. El parecer diferentes reside en quien nos ve. Pero nuestro bagaje no está expuesto (pese a las descripciones raciales del judaísmo, somos blancos, negros, mediterráneos, asiáticos, escandinavos, africanos, caucásicos, europeos y de cualquier genética existente), como tampoco lo está (pese a los tópicos) el de las opciones sexuales no tradicionales, lo que convierte a ambos colectivos en objetivo de delaciones, malsines y señaladores. Nada hay más ofensivo que alguien nos diga al contarles nuestra condición: “no lo pareces”, como si el gay tuviera que ir haciendo alardes de “pluma”, y el judío, si ya no ostenta cuernos y rabo, al menos tuviera que ir con el atuendo que han visto en el cine. Las Marchas del Orgullo Gay han sido un gran logro de las sociedades occidentales, excepto en algunos terribles casos como el de Madrid hace algunos años cuando un famoso político “defensor de las libertades” prohibió la participación de una carroza de Tel-Aviv a la vez que se pronunciaba en defensa de regímenes que ahorcan a los homosexuales. Sin embargo, resulta difícil todavía imaginar (cada vez más en la actual Europa) una Marcha del Orgullo Judío que pudiera transcurrir sin un impresionante dispositivo de protección policial y a la que, como en la reciente Marcha de Tel-Aviv, se unan espontáneamente decenas de miles de personas que no pertenecen a ese colectivo, simplemente por sentirse orgullosas de que sus sociedades (ellos mismos) hayan dejado de señalarlos y verlos como diferentes. Jorge Rozemblum es director de Radio Sefarad

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Extranjeros en su patria, por Jorge Rozemblum

Cuando el pasado jueves 11 de junio se aprobaba la nueva Ley de Nacionalidad Española para Sefardíes, creí que los diarios traerían la noticia en la portada y los noticieros televisivos en su resumen inicial. No fue así: apenas unas líneas en páginas interiores y un mutismo casi absoluto en el formato audiovisual fueron la respuesta. Había olvidado una de las reglas básicas del periodismo moderno: lo que no despierta polémica (como una Ley aprobada por unanimidad) no vende. Y lo que no vende, no vale la pena publicarlo. Aun así, y pese a las dudas que presenta la implementación de esta Ley, millones de personas en el mundo entero (sefardíes o no) sonreímos felices por el simbolismo de reparación histórica que significó. Poco (muy poco) nos duró la alegría. No habían pasado 40 horas cuando nos enteramos por las redes sociales que el recién (justo en esos instantes) nombrado encargado de cultura en la ciudad en que se aprobó la citada Ley, había publicado unos tuits de añeja estirpe antisemita. El escándalo fue mayúsculo, hasta el punto de tener que renunciar a dicho cargo. Desde entonces, tanto su partido como sus detractores remueven sin mascarilla en el pasado de los nuevos y viejos elegidos en las últimas elecciones municipales y autonómicas buscando declaraciones, mensajes y cualquier huella social que los desacredite. Hasta aquí, todo normal. El problema es que son innumerables los casos en que los judíos somos el sujeto de estas chanzas, en un país en el que la mayoría de la gente declara no haber visto y hablado jamás con uno de carne y hueso. El tema del antisemitismo (con sus variantes de negación del holocausto, anti-israelismo, equiparación con los nazis, etc.) está llegando a unos niveles casi equiparables, en términos de acusación y alarma pública, a los de la corrupción. Y las explicaciones o excusas son a veces la guinda del pastel del despropósito y los prejuicios. Varios medios y entrevistados a favor y en contra de los señalados hablan de chistes “xenófobos”. Ahora bien: xenofobia es el miedo u odio al extranjero. La equiparación (o simple confusión) de la xenofobia al antisemitismo es en sí un síntoma de prejuicios antisemitas, al suponer que los judíos somos “extranjeros”. ¿Dónde? ¿En los campos de concentración, quizás por haber sido deportados allí para su exterminio desde sus extranjeros países de origen? ¿En España, en la que moraban antes de la llegada de la mayoría de sus habitantes actuales y a los que la nueva Ley justamente pretende restituir sus derechos ciudadanos injustamente arrebatados? Esta confusión ni es nueva ni una prerrogativa de una ideología política. Revisen lo ocurrido con los judíos en la Unión Soviética y en los países bajo su influencia, y la reiterada acusación estalinista de “cosmopolitas”, que situaba al descendiente de este origen (pocos siguieron cultivando algún tipo de vínculo religioso) en la categoría de apátrida y errante, como si los que realmente sufrieron ese destino lo hicieran por su propia voluntad y no por las decisiones de los poderosos (como nuestro Edicto de Expulsión). Pero menos todavía les gusta que el meteco, el extranjero, el objeto de la “xenofobia”, reivindique y reconstruya el que fuera su hogar, dejando atrás las tierras en las que es víctima del desprecio y el mal llamado humor, que no es más que la burla del débil, al que tildan prejuiciosamente de poderoso.   Jorge Rozemblum es director de Radio Sefarad

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Cuatro años y un cargo para disculparse, por Abraham Barchilón

Las pasadas elecciones municipales y autonómicas han llevado al poder a una pluralidad de personas que, bajo sus nuevas siglas, parecen querer ocultar su pasado y, al salir éste a la  opinión pública, se limitan a decir “pido disculpas”. Y el último, hasta este momento, que la hemeroteca ha puesto al descubierto ha sido el designado como Concejal de Cultura del Ayuntamiento de Madrid por la Srª Carmena, Guillermo Zapata. Y cabe preguntarse ¿realmente una persona puede cambiar sus pensamientos, cuando ya ha alcanzado la madurez?, personalmente opino que no es posible esa mutación. Cuestión diferente es que, al ostentar algún cargo de representación, por aquello de “lo políticamente correcto”, manifieste sus disculpas. Disculpas, que no arrepentimiento, son conceptos con una gran diferencia en su fondo. El primer término – disculpas – significa, estrictamente, quedar bien ante el sector ofendido, aunque sus convicciones personales, intrínsecamente, las mantenga intactas. En cambio arrepentimiento, vendría a representar una reflexión más amplia y profunda sobre los principios sobre los que se pronunció. Mayor análisis merece si  el  que pronuncia expresiones, mofándose del mayor crimen sobre la humanidad, como fue el holocausto, y de los que sufrieron esas atrocidades, es designado para desempeñar el cargo de “Regidor de Cultura en el Ayuntamiento de Madrid”. Ello, de por sí, viene a calibrar el grado de “cultura” que, al parecer, su mentora, la alcaldesa de Madrid, ha vislumbrado para designarle su colaborador. Un colaborador, cuya catadura moral, a tenor de sus escandalosas manifestaciones – y no sólo sobre el holocausto-, es inadmisible. Pero si ahondamos más, el amparo ideológico sobre el que han formulado su postulación política para llegar al poder en el Ayuntamiento de Madrid, comprobaremos que están basados, no sólo en postulados xenófobos, sino en todo lo referente al pueblo de Israel. Así ha sido su posicionamiento para liderar en España  la campaña BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones a Israel). Se puede o no compartir la política que ejerce este país en un momento determinado, pero lo que no se puede poner en duda es la democracia existente en ese estado, en contraposición con la dictadura, odio, fanatismo y terrorismo imperante en los promotores del citado boicot, es decir, los rectores del pueblo palestino. A esa forma de participación política que se ha abierto camino, aunque con diferentes denominaciones, se les viene detectando, al menos, una común denominador, que es, sin duda, lo referente al desarrollo de acciones contra el pueblo de Israel. Como políticamente ya no es correcto ser antisemita, ahora muchos se disfrazan de antisraelíes. Ello lo vemos claramente reflejado en las expresiones de la religiosa Teresa Forcada, quien, pretendiendo representar al pueblo catalán, postulándose como candidata a la Generalitat, se “alista“ en un acto ilícito, según la perspectiva del Derecho Internacional, como es el proyecto de la tercera flotilla a Gaza. Por ello, personas con pensamientos y reflexiones como las expuestas, en bien de la democracia y de la convivencia plural de nuestro país, deben ser cesadas por quienes tengan la responsabilidad de su nombramiento y  apartadas de la representación pública. La transparencia de los ideales también debe poder ser contrastada en democracia.     Abraham Barchilón es abogado y presidente de la Comunidad Judía de les Illes Balears El presente artículo ha sido publicado entre otros el día 15 de junio en el Faro de Ceuta, el día 16 de junio en el Diario Levante de Valencia y La Información

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El día en que los judíos unieron a España, por Jorge Rozemblum

A inicios de 1492, los Reyes Católicos culminaron el largo proceso de la Reconquista de España. La operación militar, financiada en gran medida por algunos judíos ricos de la corte, aseguraba la unidad geográfica de una nación que recuperaba su nombre unitario después de siglos de taifas y reinos enfrentados. Pero algunos factores, como la iglesia y su influyente tribunal de la Inquisición dirigido por Torquemada (él mismo descendiente de conversos), convencieron a la pareja reinante de que la unidad dependía del final del trato dispensado a los judíos como “servicámara” o propiedad real. La única opción era que se convirtiesen (y tributasen, como el resto de habitantes) a la iglesia. No fue, pese a las apariencias, una expulsión para lograr la unidad religiosa, ya que pasó más de un siglo y circunstancias muy diferentes para que se procediese a expulsar a los seguidores del Islam que habían llegado a la península a golpe de cimatarra a partir del siglo VIII, mientras que los judíos la habitaban pacíficamente desde al menos un milenio cuando los romanos llamaron a su provincia Hispania, basándose en una antigua denominación fenicia, lengua muy similar al hebreo: i-shfanim, la isla de los conejos. En contra de las intenciones iniciales, la expulsión de los judíos no trajo la unidad y la buenaventura al reino unificado, ni para los que partieron expoliados de todo bien ni para los que se quedaron y convirtieron para salvar sus tesoros, y que sufrieron siglos de sospechas, persecuciones y estigma (en algunos casos, hasta tiempos muy recientes, como los chuetas mallorquines). Tampoco como estado la cosa fue mucho mejor ya que, pese al descubrimiento más rentable de la historia (todo un continente lleno de recursos), España entró en una espiral de endeudamiento y problemas de integración nacional y social que parecieran responder a una maldición que la leyenda atribuye a uno de los obligados a marcharse hace más de cinco siglos. Desde entonces, los antiguos compatriotas se convirtieron en personajes míticos y objeto de un odio (a veces aún insuperado en la cultura y habla populares) irracional e injustificado (por su propia ausencia). España quedó “desefaradizada”, con la memoria borrada de su propia sangre y huellas. Sólo en los últimos 150 años, inicialmente sólo a través de determinadas élites culturales, la cuestión comenzó a aflorar hasta culminar esta misma semana, con la promulgación de una Ley que, más allá de sus fórmulas y detalles legislativos, ha tenido la virtud de unir en la cámara más representativa del pueblo a todos los grupos políticos que votaron unánimemente su aceptación, algo muy poco habitual por estos lares. Esta “unidad” añade un valor simbólico inesperado para quienes impulsaron un proyecto cimentado en la reparación y restitución de derechos. Ojalá sirva para más de un día singular, justo al contrario de aquel infame Edicto que tanto dolor e injusticia causó no sólo a los desplazados (que resistieron al odio y las maquinaciones con la fuerza del amor al terruño, la lengua y las tradiciones), sino también a la propia nación moderna parida contra-natura de la amputación de una parte indispensable de su ser, convirtiendo a la estirpe sefardí en ese “miembro fantasma” que sigue picando y doliendo aunque ya no esté unido al resto del cuerpo. Jorge Rozemblum es director de Radio Sefarad

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Como cansa ser judío, por Jorge Rozemblum

En España y en muchos países de habla hispana, millares de personas indagan su genealogía a la búsqueda de las huellas de su identidad judía. Junto a las conversiones forzosas, nuestra historia también está plagada de millones de casos de “asimilados”, que es como denominamos a aquellos que aun siendo judíos según las leyes religiosas (por ser engendrados de vientre judío), han abandonado todas sus señas de identidad: ni religión, ni idioma, ni cultura, ni empatía grupal. El propio hijo de uno de los principales filósofos modernos del judaísmo (Moses Mendelsohn) se bautizó así como su mujer judía y sus hijos (entre ellos el famoso compositor Felix) y añadieron a su apellido el nombre de una finca (Bartholdy) para difuminar el rastro judío. A pesar de estos esfuerzos, Wagner (cuya carrera se basó en la ayuda de los judíos de la época), le recordó y recriminó su origen, como décadas más tarde lo harían las Leyes de Nuremberg que sellarían el destino de las personas por la cuna, ni siquiera por la propia, sino por la de sus padres o abuelos. Siglos antes, como respuesta al Edicto de Expulsión promulgado por los reyes de España en 1492, muchos se acogieron al bautismo, algunos motivados por sus posesiones terrenales (que perderían si se exiliaban), otros sinceramente o por “asimilarse” y ser un súbdito más en la unificación de las coronas del país. Ellos también debieron sentirse decepcionados al comprobar -por las denuncias y los conceptos de “cristiano nuevo” y “limpieza de sangre”- que uno puedo decidir dejar de ser quien es, pero ello no hace que los demás dejen de verte como lo que fuiste. Decía Sartre que la identidad judía surge de esta marginación de los demás. Sorprendentemente, el único sitio en la tierra donde un judío puede dejar de sentirse especial y señalado es el estado judío, en Israel, país en el que la palabra judaísmo (yahadút) está asociada únicamente a la religión y no a la cultura, la lengua, la forma de ser. Pero esta disociación es sólo aparente: el antisemitismo superado al abandonar la diáspora se transforma en odio a Israel, más allá de sus políticas, por el mero hecho de existir. La forma de ser del israelí tampoco se parece ni a sus vecinos regionales, ni a los modelos occidentales (europeos y norteamericanos) que pretende emular. A pesar de las realidades tan distintas que vive un judío en Israel, en España, en París, Nueva York o Buenos Aires, hay algo en común a todos ellos: ser judío cansa. Pero mucho. Cuando uno no está explicando por qué apoya a Israel, está explicando por qué no la apoya. Seguir los preceptos religiosos exige casi el mismo esfuerzo que el no seguirlos y justificar por qué no se hace. Explicar en hebreo se dice lehasbir, y de allí viene la denostada palabra hasbará que algunos creen que es una forma oculta de propaganda israelí, cuando en realidad la gente lo hace gratuitamente y de forma voluntaria. Explicar, explicarse: como si eso sirviera para algo (a la luz del creciente cariño que el mundo profesa a judíos e israelíes últimamente). Mi padre lo llamaba en ídish: red tzum lomp, hablar a las lámparas, a las paredes, gastar saliva. Sabemos que la eficacia de la lógica y la fundamentación científica no han servido, pero seguimos intentándolo. Es una de nuestras señas de identidad más profundas, que no borra ni la crisis de fe, ni el apartarse de la familia y las raíces, ni el renegar de todo, de Dios para abajo. Eso sí: cansa. Pero mucho. Quizás por eso somos el pueblo que inventó el día de descanso, para al menos no tener que explicar nada una vez a la semana.   Jorge Rozemblum es director de Radio Sefarad

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