A continuación reproducimos la entrevista a Verónica Nehama de Linder, que fuera directora durante 26 años del Centro de Estudios Ibn Gabirol-Colegio Estrella Toledano de Madrid y que ha publicado en 2011 «Las turquesas mágicas» en Hebraica Ediciones. “Creced, multiplicaos y educad a vuestros hijos”, fue probablemente el mandato divino que fomentó en el deseo de proporcionar a nuestros descendientes una vida mejor que la propia.La patética fragilidad del bebé humano, cuya supervivencia está íntimamente ligada al cuidado de sus progenitores durante un largo período de tiempo, es en cierto modo la razón fundacional de nuestra estructura social, tan diferente a la de los mamíferos. La implantación de un tejido social nucleado en la pareja y la familia, tiene como objetivo la viabilidad del desvalido retoño, y el cumplimiento del instinto de perpetuación de la especie. Sin embargo, gracias a la imaginación y la tecnología, el hombre ha conseguido burlar reiteradamente la vigilancia de los instintos, logrando por ejemplo, hacer de la gratificación sexual un objetivo per se, desvinculado de la procreación. Hoy, entre los grandes cambios sociales podemos destacar: la existencia de nuevos tipos de células familiares, como la monoparental o la homosexual, la elección del número de hijos independientemente de nuestra capacidad genitora, y la incorporación de la mujer al mundo laboral, que obliga a confiar su cuidado a extraños. Esta nueva organización, nos obliga a plantearnos si hemos conseguido producir individuos más felices y mejor adaptados al entorno. Nacemos de manera aleatoria en el seno de una familia inmersa en un contexto socio-cultural y económico que determinará nuestra existencia. Venimos marcados por un genoma que condicionará nuestro fenoma, pero el entorno y la educación modifican sustancialmente ese determinismo biológico, y constituyen el área donde podemos y debemos incidir para paliar deficiencias o potenciar cualidades. Según el Pirké Avot, uno de los libros de la Mishná, “No estamos todos destinados a alcanzar la perfección, pero debemos sacar el máximo partido a los dones otorgados”. Padres y profesores se enfrentan pues a una misión ineludible y sagrada: ayudar a niños y adolescentes a transformarse en adultos responsables, capaces de integrarse con éxito en un mundo en constante evolución. Pero nuestra labor no puede circunscribirse a dotarlos de conocimientos y destrezas, hemos de formarlos en valores, y convertirlos en transmisores de los saberes y principios éticos, que diferencian a las personas del resto de sus congéneres animales. Como dijo Rabelais “Ciencia sin conciencia, solo es ruina del alma”.¿Cuándo el sistema educativo falla, como proveer las enseñanzas necesarias para alcanzar un desarrollo integral?Si aceptamos nuestro fracaso, podemos comenzar una reflexión constructiva. Deberíamos conocernos a nosotros mismos antes de transformar el mundo, y fijar la meta antes de establecer la estrategia. Nuestros recursos intelectuales son limitados y debemos gestionarlos correctamente si queremos sacarles el mejor rédito.Las conquistas, en todos los ámbitos, han permitido erradicar enfermedades, instaurar democracias, explorar el microcosmos y el espacio sideral, pero hemos olvidado el equilibrio, que garantiza nuestra pervivencia en el planeta. La omnipresente economía es el nuevo motor del mundo, y somos capaces de destruir alimentos para mantener su cotización, en vez de llevarlos a regiones desfavorecidas. El dinero prima sobre la vida, y los ideales se han convertido en un compendio de consideraciones materialistas. Pero resulta estéril lamentarse evocando un pasado que nunca fue idílico, como reza un falso aforismo. Es una falacia teñida de nostalgia, que cada generación repite como un mantra, y que no debe anclarnos en épocas remotas. Somos una generación privilegiada, porque conocemos los problemas y tenemos medios para solucionarlos.Una vez satisfechas las necesidades fisiológicas primarias, se puede filosofar cultivar el espíritu. Una introspección inteligente nos permitirá evaluar capacidades y recursos, y ayudarnos a controlar las pulsiones, enraizándolas en la moral y la ética. Por desgracia, valores universales como convivencia, empatía, fe, respeto y tolerancia, indispensables para construir nuestra identidad, se diluyen en caldos de cultivo que favorecen la primacía del estar y el aparentar por encima del ser y el tener. Las posesiones materiales nos otorgan una falsa sensación de poder, pero la verdadera medida física del hombre es su tumba, mientras su dimensión espiritual puede ser infinita.Los primeros formadores del niño son los padres, que le ofrecen un hábitat seguro donde desarrolla un aprendizaje por absorción imitativa. Su responsabilidad es determinante, pues la familia es la primera célula de socialización y sus carencias pueden dejar irreparables secuelas. La crianza posee dos objetivos fundamentales: A nivel interior, debe generar seguridad, y a nivel social ha de preparar al niño para conquistar independencia y autonomía. Es evidente que el “monito desnudo” necesita raíces pero sueña con alas. Es inútil e incluso perjudicial rodearlo de comodidades si falta el amor, único ingrediente capaz de amalgamar todas las vivencias y convertirlo en un ser capaz de asumirse a sí mismo y ser útil a los demás. Quien es maltratado se convertirá más fácilmente en maltratador, pero crecer rodeado de cariño, permitirá vivir en armonía con el entorno.Hemos construido una sociedad incapaz de cuidar a los dependientes. Ambos progenitores trabajan y los abuelos ya no forman parte de la célula familiar básica. Los niños se integran a edades muy tempranas en instituciones escolares cuyas normas y contenidos no son siempre concordantes con las del hogar. Antes de afianzar su personalidad, se hallan dicotomizados entre imposiciones familiares y sociales, y sería conveniente elegir colegios afines a la ideología familiar. Si las madres trabajan, deben priorizar la crianza mediante la conciliación laboral y la implicación de la pareja. Ninguna empresa merece el sacrificio de la maternidad, que llega a vivirse con angustia en vez de alegría. Ha llegado el momento de exigir una eficaz ayuda estatal, pues la natalidad es la única garantía de mantener no solo el relevo generacional, si no la propia cultura. En España, 51% de las mujeres trabajadoras no tienen hijos, y nuestra civilización judeo-cristiana está abocada a desaparecer en beneficio de otras más prolíficas. ¿Cuál debería ser entonces el cambio de enfoque de la enseñanza? Como corolario al fracaso de las políticas familiares, se