Perdono, pero no olvido, ¿tiene sentido?, por Verónica Nehama
No quisiera dogmatizar sobre un tema que se presta a la controversia desde todos los puntos de vista: histórico, filosófico, cultural, y sobre todo religioso. Desearía relatar algunas vivencias que me llevaron a reflexionar sobre el perdón, la memoria y la justicia, para confrontar puntos de vista desde una plataforma de respeto y honestidad. Todos pensamos que nuestras argumentaciones se basan en parámetros racionales y objetivos, pero, habitualmente, se sustentan en experiencias y creencias personales. Nuestras ideas son casi siempre subjetivas aunque las creamos objetivas y tratemos de darles categoría de verdades universales. He de confesar que ni siquiera he llegado a una conclusión, pues cada nueva lectura, aporta ideas y opiniones que hacen tambalearse mis presuntas convicciones. Mi reflexión sobre el perdón se inicia hace 6 años, cuando una anciana tía me revela la historia escondida de mi familia, y comprendo que su increíble epopeya, y el monolítico silencio protector de mis padres merecen un epílogo digno. Decido entonces escribir un libro para garantizar al menos la supervivencia espiritual de aquellos que nos permitieron vivir con la serenidad exenta del odio legítimo- insisto en lo de legítimo- que les roía el corazón. Aplicaron preceptos religiosos y principios elementales de sicología, “adelgazando” sus rencores, para permitirnos crecer en paz. Así nace las “Turquesas Mágicas”, un homenaje a su memoria y un testimonio para mis descendientes, que de otro modo nunca conocerían sus raíces. ¡Descubrí atónita que hombres, mujeres y niños expiaron culpas que no cometieron! ¡Mi bisabuela tenía justo la edad que yo acababa de cumplir cuando fue gaseada en Auschwitz! Desposeídos de sus bienes, torturados con saña, millones de seres humanos fueron deportados y asesinados en los campos de la muerte, solamente porque eran judíos. No fueron los únicos, otros muchos recibieron un maltrato semejante por su raza como los gitanos (no había suficientes negros para percibirlos como amenaza), por sus ideas políticas (los disidentes), por su cristianismo (curas y monjas), o simplemente a causa de una deformidad física o mental. El 27 de enero el mundo conmemoró el 70 aniversario de la liberación del infierno de Auschwitz. Fue un genocidio industrial cometido por iluminados que pertenecían a la nación más civilizada del globo, lo cual demuestra que la cultura, y sobre todo la técnica, no han mejorado la condición humana. Los nazis pregonaban la hegemonía de la raza aria, y la eliminación de los seres inferiores del “Reich de los mil años”, ideado por un personajillo enclenque e histriónico, mucho más parecido a quienes denostaba, que a los rubios atléticos a los que tanto admiraba. En cambio, la mayoría de los judíos se distinguían tan poco de sus compatriotas, que fue necesario imponerles un estigma externo, la infamante estrella amarilla. Cuando era pequeña, en mi Egipto natal y conscientemente olvidado, las pocas alusiones a la Guerra y el Holocausto – que los judíos denominan “Shoá”, es decir desastre- se hacían entre susurros. Casi toda mi familia paterna- 47 personas- había perecido en Auschwitz, pero la consigna del silencio nos mantenía, a mis hermanos y a mí, en una bendita inopia. Crecíamos felices, arropados por el amor de quienes habían renunciado voluntariamente a la liberadora catarsis de la confesión, para preservar a los que llevaban en sus genes la esencia de los muertos. Los supervivientes sabían que la esperanza no debe contaminarse con el odio, que encerraron para siempre en el santuario de su corazón.Fingieron olvidar. Un pasaje del Éxodo afirma que los comportamientos de los padres afectan a los descendientes hasta la tercera generación. Nuestros progenitores sabían que resistir las embestidas de la intolerancia demanda raíces sólidamente encastradas en un denso sustrato de memoria, pero construir la identidad exige alas para trascender el contexto. Sacrificaron el pasado para garantizar el futuro y se negaron a lastrarnos con sus justos resentimientos. Enterraron sus dolores en la tumba del falso olvido, pero la historia, tenaz como un río subterráneo, emergió para purificar los recuerdos. Con el conocimiento de los hechos, comenzaron las especulaciones y los problemas de conciencia. Los juicios de Nuremberg apenas castigaron a unos centenares de verdugos. Numerosos filósofos, sicólogos y escritores intentaron hallar una explicación a la barbarie y aparecieron relatos espeluznantes, que dividieron a la opinión pública. Una parte del mundo exigía reparaciones y castigos en nombre de la Justicia. Otra, sin embargo abogaba por el Perdón, pues sostenía que la grandeza consiste en “perdonar lo imperdonable”, porque redime al victimario y a la víctima. Tanto en el Judaísmo como en el Cristianismo, Dios, con su Misericordia, tiene la potestad de perdonar. Pero, ejercitar ese perdón PURO (ejercido por Jesucristo en la cruz) demanda renunciar no solo a la venganza, sino también a la Justicia, un concepto más arraigado en nuestro acervo cultural que la indulgencia y la compasión. Ortega afirma: “Las creencias, están más arraigadas en nuestro espíritu que las ideas”. Es evidente que los saberes absorbidos con la leche materna conforman la trama y urdimbre de nuestro tejido vital, y que Las enseñanzas de nuestra infancia son el fundamento de nuestra personalidad. Nuestros padres nos enseñaron que es necesario merecer y ganar los derechos, pues reclamarlos como débito condena a la dependencia, y otorga poder a quienes los conceden. Nos educaron en la Tsedaká – precepto bíblico que ordena dar a los pobres el diezmo, que es justicia y no solo caridad – instándonos a entregar lo suficiente para permitir al necesitado ejercer a su vez el poder dignificante de la dádiva. Nos ilustraron sobre la valentía de ser diferentes sin esperar la generosidad de los demás para aceptar esa diferencia. La transgresión de la primera norma –asumirnos como diferentes- nos conducía a la asimilación; pero el incumplimiento por parte de nuestros semejantes de la segunda- no aceptarnos como tales- originaba el odio. Esperaban que su cariño nos preservara más allá de su muerte, y nos protegieron contra su propio dolor, para permitirnos encajar en las culturas locales. Pero sabían que los hombres son a menudo malvados y egoístas. Los personajes bíblicos, paradigma